05 de septiembre de 2025
En San Cristóbal Huichochitlán, comunidad otomí al norte de Toluca, todavía es posible escuchar el sonido del trenzado de palma en patios amplios y talleres improvisados. Ahí, entre manojos de fibras secas teñidas de rojo, verde o natural, trabaja doña Alejandra González, una mujer de 75 años que aprendió a tejer sombreros cuando apenas tenía ocho. Lo hizo al lado de su abuela, como parte de una herencia cotidiana que se transmitía entre generaciones. Hoy, más de seis décadas después, sigue dando forma con sus manos a sombreros, tapetes, chiquihuites y aretes, piezas que llevan consigo no solo el sello del trabajo artesanal, sino el eco de una historia colectiva que se resiste a desaparecer.
El arte de la palma
Tejer palma es un proceso largo, paciente y exigente. Primero, se debe adquirir la palma fresca –generalmente proveniente de regiones cálidas como Guerrero o Oaxaca–. Luego se cuece ligeramente al vapor o se humedece para ablandarla y hacerla manejable. Después viene el teñido, que doña Alejandra realiza con anilinas de colores intensos: el rojo y el verde para los diseños patrios; el violeta, el rosa o el azul para sombreros más festivos. Una vez seca, la palma se raja en tiras finas, listas para convertirse en figuras geométricas, grecas o flores.
«Antes tejíamos más apretado, con más detalle», recuerda mientras sus dedos ágiles dan vida a un sombrero de ala ancha. «Era para durar muchos años. Hoy la gente quiere todo rápido, barato, y no valora el trabajo que esto lleva».
Un sombrero artesanal puede tomar de seis a diez horas de trabajo, dependiendo de su complejidad. Hay quienes los compran por necesidad –para el campo o el sol del mediodía–, y hay quienes los adquieren como objeto decorativo o simbólico. Pero todos ellos están hechos con la misma dedicación que aprendió hace más de medio siglo.
Una tradición en riesgo
Durante décadas, el tejido de palma fue una actividad esencial en San Cristóbal Huichochitlán. Las mujeres tejían y vendían, los hombres ayudaban con la compra de la materia prima y la venta en ferias. Era parte de la economía y de la vida cotidiana. Pero hoy, cada vez menos familias se dedican a esta labor.
“He tratado de enseñarles a los jóvenes, pero muchos lo ven aburrido. Prefieren buscar otro tipo de trabajos”, lamenta Alejandra. Y no le falta razón: competir contra los sombreros industriales de plástico que se venden en cualquier tianguis por 20 pesos es una batalla desigual. «Una señora me dijo: ‘Su sombrero está muy bonito, pero mejor me llevo este de fábrica que cuesta la mitad'», dice, con resignación.
Aunque existen programas de apoyo a las artesanías por parte del Instituto de Investigación y Fomento de las Artesanías del Estado de México (IIFAEM), la mayoría de las tejedoras como Alejandra no acceden fácilmente a ellos. La falta de conectividad digital, la escasa difusión de las convocatorias y la poca formalización de su actividad son obstáculos reales. “Aquí no llegan las ayudas. Todo se queda allá en el centro”, dice, señalando con la barbilla en dirección al centro de Toluca.
El valor simbólico del sombrero
El sombrero de palma no solo es una prenda útil contra el sol: también representa una identidad. En comunidades rurales del país, este accesorio ha sido símbolo de trabajo, pertenencia y resistencia. En Huichochitlán, cada diseño tiene un nombre: greca, flor de campo, raya de serpiente. Son patrones que se repiten, pero que cada tejedora interpreta con pequeñas variaciones, como si cada pieza fuera una firma personal.
Durante las fiestas patrias, elabora miniaturas tricolores que vende por 25 pesos en el mercado local. “Es lo que más me compran los niños. Los papás me dicen que es para la escuela o para adornar el altar del 15 de septiembre”, comenta. También hace chiquihuites para bodas, aretes tejidos, y tapetes que usa en su propia casa.
Entre la tradición y la modernidad
La historia de doña Alejandra no es única, pero sí representativa de cientos de mujeres otomíes que durante décadas han sostenido con su trabajo una economía silenciosa, fuera del radar de las estadísticas oficiales. En el patio de su casa, entre un banco de madera y un horno de barro, cuelgan sombreros en proceso. Una bolsa de plástico contiene madejas de palma teñida; un bote viejo guarda los restos que podrían usarse para una trenza más delgada.
“Yo no quiero que esto se pierda. Aunque ya no vendiera nada, seguiría tejiendo. Porque si dejo de hacerlo, es como si olvidara a mi abuela”, dice, con la voz entre firme y melancólica.
Algunas iniciativas culturales y académicas han empezado a documentar este tipo de saberes. En 2023, por ejemplo, la Universidad Autónoma del Estado de México incluyó el tejido de palma como parte de una exposición sobre oficios tradicionales del Valle de Toluca. Sin embargo, la mayoría de estas expresiones no encuentran espacios permanentes ni redes de apoyo duraderas.
Tejer el futuro
Las manos de doña Alejandra González siguen trabajando como si el tiempo no existiera. Cada hebra que trenza es una manera de resistir al olvido, una forma de sostener la memoria de su comunidad. Aunque el futuro del tejido de palma en Huichochitlán es incierto, su trabajo demuestra que las tradiciones no desaparecen de golpe, sino que se van deshilando cuando dejamos de valorarlas.
Mientras haya una mujer sentada con la palma entre las manos, con los dedos repitiendo el gesto antiguo de entrelazar fibras, la historia sigue viva. Ella lo sabe, y por eso teje sin descanso: para que su arte no muera, para que su abuela no sea olvidada, para que su pueblo siga teniendo identidad.
El oficio de tejer palma en San Cristóbal Huichochitlán forma parte de un legado más amplio de artesanías en el Estado de México, donde, de acuerdo con datos del Instituto de Investigación y Fomento de las Artesanías del Estado de México (IIFAEM), existen alrededor de 27 ramas artesanales activas, entre ellas textiles, alfarería, madera, fibras vegetales y metalistería. Según el Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas (DENUE), en el país operan más de 3 mil 400 unidades económicas dedicadas a la elaboración de artesanías con fibras vegetales, lo que refleja la vigencia de este oficio, aunque en riesgo de desaparición en comunidades específicas.
En el caso particular de la palma, su producción enfrenta dos retos principales: la competencia de productos industriales importados, mayormente de China y Centroamérica, y la falta de relevo generacional. El Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (Fonart) reporta que, a nivel nacional, el ingreso promedio de un artesano dedicado a fibras vegetales es 30% menor al de otros oficios artesanales, lo que influye en el abandono de esta actividad.
En cuanto a los apoyos institucionales, el IIFAEM otorga anualmente estímulos económicos y organiza ferias como la Feria Nacional de Alfeñique en Toluca y el Concurso Estatal de Artesanías, donde también se reconocen piezas en fibras vegetales. Sin embargo, informes de la Universidad Autónoma del Estado de México señalan que solo 2 de cada 10 artesanos de comunidades rurales logran acceder a dichos programas, principalmente por falta de información o conectividad digital.
A nivel cultural, la tradición de la palma está reconocida dentro del Catálogo del Patrimonio Cultural Inmaterial del Estado de México, lo que implica un valor simbólico y la posibilidad de gestionar apoyos para su preservación, aunque la implementación práctica sigue siendo limitada.




















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